“Una buena fotografía es la que no puedes olvidar” (Josef Koudelka).
A lo largo de nuestra vida, las personas aglutinamos instantes de luces, sombras y (sobre todo) millones de matices que acaban conformando nuestra biografía. Al final, como en un álbum fotográfico, todo acaba reducido a un balance de imágenes duraderas, enclavadas en la memoria, que llegaron ahí gracias a la acción de la luz y a la importancia que otorgamos al instante vivido. Se precisan temperamento y distanciamiento para saber hacer un rescate certero de esos retratos.
Es aquí donde el papel de un buen fotógrafo se hace imprescindible.
No es fácil desgranar la particularidad de un abrazo, o los primeros pasos de un hijo sin caer en la imagen tópica. La singularidad de un instante tienen que ver, y mucho, con un saber contemplar, una profesionalidad y una sensibilidad que no siempre se tienen. Parece fácil hacer un balance de blancos, controlar tiempos de enfoque, o diferenciar un contraluz de la sombra de un árbol. Pero, entonces, ¿por qué son pocas las fotografías que de verdad nos emocionan? ¿Por qué no logramos ver ese instante de cariño en la pose (casi siempre artificiosa) de una pareja de enamorados? Probablemente porque, aunque se tengan los ingredientes, no todos los fotógrafos logran captar lo que de verdad hay detrás de cada persona.
En primer lugar, la comprensión de la historia que se va a narrar, necesita de la complicidad de sus protagonistas: Hay que conocer al cliente, tal cual, para atrapar su deseo en la foto perfecta (imprevisible, espontánea); asumir la investigación como reto y arte, y trabajar de forma exhaustiva la luz que proyectan las personas. No se trata sólo de “contar historias con una cámara” (no debería ser sólo eso, al menos). Hay que ir más allá para conseguir inmortalizar el retrato que permita decir “en efecto, ése soy yo y hay algo más”.

Son muy raras las leyes de la simbiosis que hacen que se fusionen el instante preciso de obturación, la elección del momento justo (ese que describa la carcajada en un rostro, o el resumen de un paseo en barca), con el punto de vista conmovedor y emotivo de sus protagonistas. Es un saber estar sin dar pistas; una forma de arqueología hecha de paciencia, invisibilidad y atención puesta al servicio de lo que no se ve. Una extraña amalgama de paciencia, domesticación del tiempo y cierta dosis de fe... Eso, y no otra cosa, es lo que diferencia el trabajo hecho sin emoción del de un buen profesional: la referencia fotográfica enmarcada en la pared que nos recuerde, de vez en cuando, quiénes somos y hacia dónde vamos.

Vicente Fernández Almazán 
(gracias hermano por el texto) 
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